<h1><strong><em><u>Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA de MANUEL YUGUEROS FERNÁNDEZ. El escritor nos da una muestra tras publicar un libro.</u></em></strong></h1>
<h2><strong><em><u><img class=”alignnone size-full wp-image-52″ src=”https://nuestrosescritores.com/andreaquintela/wp-content/uploads/sites/36/2020/05/0_PortadaBesamelasheridas-1.jpg” alt=”” width=”559″ height=”794″>Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA de MANUEL YUGUEROS FERNÁNDEZ El poeta nos da una muestra tras publicar un libro.</u></em></strong></h2>
<h3><strong><em><u>Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA de MANUEL YUGUEROS FERNÁNDEZ El autor nos da una muestra tras publicar un libro.</u></em></strong></h3>
<h4><strong><em><u>Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA de MANUEL YUGUEROS FERNÁNDEZ El autor nos da una muestra tras publicar un libro.</u></em></strong></h4>
<h5><strong><em><u>Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA de MANUEL YUGUEROS FERNÁNDEZ El autor nos da una muestra tras publicar un libro.</u></em></strong></h5>

Poema I

 

Serví de caminante en el sendero donde llora la piedra y muere el sol,

y encontré al moro muerto y también lecho…

 

De mí el hondo penar se apoderó, cuando vi que la Muerte enamorada, contra mis pasos bregaba mejor.

 

Y me dijo en tal lenguaje, segura,

 

—Necio el que mi presencia nunca espera, pues todo ser mi curvo dedo endulza,

siendo el último aliento mi ambrosía, viejos o jóvenes, solo las almas

no me temen, mas sí los que respiran—.

 

Y me preguntó —¿por qué tanta pena, acaso no has tenido dicha siempre, bebiendo de la cuenta de cualquiera?

 

Ocultándose allende la robleda,

se difuminó el sendero en neblina, enseñando la Montaña su puerta.

 

Tan sólo anhelo aquello sempiterno, viviendo confortable y sin apuros, restándole algo más a lo eterno—.

 

Su gélido ademán perjudicial llevó mi espíritu a la sinrazón, fingiendo ser confeso, ideal.

 

Como Giovanni todo declaré, ante su mirar de comendador,

mi pecho se abrió —¡sí Muerte, pequé!—.

 

¡Oh, tranquilo amigo de la apariencia!, tu vida sé como si mía fuera;

el coraje te lleva a la inocencia.

 

No debes temerme, solo observar; es tu pobre experiencia y no tu vida a lo que me han ordenado cantar—.

 

Mi cara que nunca se tuerce al viento, una ráfaga la desencajó,

y en súbito delirio caí al suelo.

 

Los ojos el cielo abierto aplaudieron, y ante mí un paraje desconocido abrió como opiáceo mi intelecto.

 

Quedé atónito cual ave sin cielo, recogiendo verdades de lo inhóspito, sin vacilar en pérdidas de tiempo.

 

Una irónica Muerte me elogió, haciéndome entender, que nunca hombre mejor tirado vio por su ojo bizco.

 

Yo que no soy amigo de sarcasmos, y menos si vienen del enemigo, dije una vez erguido y encarado.

 

¡Por qué no marchas junto a tus amigos, que con tu invectiva igual impresionas, merecido adalid de los cretinos!

 

Si pavor extremo debo tenerte, podrías emanar cierto respeto,

pues payaso pareces más que muerte—.

 

Entonces comenzó en Muerte a inflamarse un quejido puro, y tan mortal…

como extraño al sentir de Radamante.

 

Nada poseéis que de mí os separe humanos, presos sois como el rebaño, pues soy mejor carcelera que el hambre.

 

De las penas por las que un hombre sufre, entre cuitas, deudas e imperfecciones,

yo soy la certera y también la lumbre.

 

¡Patán mezquino, insolente abyecto, tanto me condena, como me clama, tanto me quiere, como verme muerto!

 

La conciencia que a sí misma se daña. Del hombre su incongruencia me puede.

Mas aun, cuando él mismo su muerte llama.

 

Y yo en medio, más odiada que amada, juzgándome sin posible defensa, siendo mi condena, mi aciaga arma.

 

Mira la triste aurora de mi signo, que marca los pasos de mi existencia, como acertijo que entraña el abismo.

 

¿Sabes que soy humana, que respiro, sabes que solo persigo la vida,

sabes que lloro, y también olvido?

 

No lo sabes —se contestó ofuscada—

soy para vuestra vida su candor y del presente su ceniza y llama.

 

Algunos muerte me quisieron dar, intrépidos hombres tal como Sísifo, osados, disueltos como la sal.

 

Otros pudieron y se arrepintieron,

al comprender que sin muerte certera, la vida decae en abatimiento.

 

 

¿Cómo sería un mundo sin la Parca?, acaso un mundo lleno de maldad, donde ahogaríais vuestra esperanza.

 

Más que el hueco mirar mostró de súbito al retirar su roída capucha,

pareciendo hombre y mujer enjuto.

 

—Sólo de mi género se apropió, una condena solemne me impuso, y ver pasar el tiempo sin razón—.

 

Una brisa acarició mi mejilla, un escalofrío azotó mi cuerpo,

y me asaltó la pregunta indebida.

 

Hora de disipar la bruma espesa, que hace rato enturbia tu guadaña,

¿quién ejecuta tan ardua condena?—

y dijo aseverando —la Montaña—.

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Poema IV

 

Canturreaba Sade disciplente…

—La mujer de los pechos torticeros, de lascivia y voluptuosa apariencia,

cosecha de un inmundo desamor,

yo aprecio tu cuerpo grande y garboso, sintiéndome cual flaco picaflor…

 

Ah, Teresa al fin te hallo postrada, si yo soy marqués, tú serás condesa,

y condado hallarás en mi montaña…—.

 

Vulgar verbo el que a veces esgrimía. Perdió pues el lenguaje de salón, dejando su lenguaje a la deriva.

 

No es mi lenguaje ligero ni enfermo, no poseo altos vuelos de poeta,

que suele desconocer de lo eterno

 

cayendo al delirio sentimental, famélico de un reflejo de gloria, como vómito de euforia animal.

 

Tengo cita con el verso estudiado, como verdad fanal del archipiélago, donde busca el marinero su faro.

 

Pues es esta la intención que me alumbra, indagar en las entrañas del cuento; verdades que en el tocador se ocultan.

 

Merecedor del verso mortecino, a este santo y consecuente fin, me consagro con célibe sentido.

 

 

Me enfrento al decoro de la cortina, a la que viste terciopelo o seda,

me niego a la fórmula divertida;

 

al sindiós de escuchar frases banales, al cántico del nuevo recitar,

a la verbena plana sin verdades.

 

Con odio de misántropo me niego, no cabe que el poeta se abandone siempre a las ascuas vivas de su ego.

 

Abro los brazos a lo aborrecido, aquello que nadie quiere escuchar, al sermón matinal de los domingos.

 

Pero he de jurar el no descuidarme, el afán hercúleo ganará,

y también la forma será importante.

 

¡Que con finura eleve lo mundano, y como divertimento de necio, rebaje sin cuita aquello elevado!

 

¡Ya vale de sermón, tosco paleto, caes en igual falta que denuncias sin conocer del lector sus anhelos!

 

Por los agrestes caminos de arena, vimos entre cantos de tabernero, la más truculenta de las cavernas.

 

Robados los cánticos por el eco, perseguimos la sombra del ladrón para atraparle entre nuestros celos.

 

La luz brotaba y abría las tinieblas; alumbramiento de un dios generoso que la luz daba cual si fuera siembra.

 

Del techo cubierto de estalactitas, los gestos de pequeños moradores parecían regalarnos sonrisas…

 

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Resumen
Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA
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Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA
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Poesía del libro EL HOMBRE EN LA MONTAÑA de Manuel Yugueros Fernández, el escritor nos da una muestra tras publicar un libro con la Editorial Poesía eres tú.
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