El paisaje es de niebla, sin embargo en dos niños,
sólo de pensarse confiados viajeros del tren,
llamea un tornasol de graciosa esperanza;
y es tanta la vida granada que en ellos asoma
que transvive un venero de prístina luz,
como si en sus ojos amantes se hallara una tarde
en fulgor de septiembre traspasando un hayedo.
Van al padre por el padre, hacia la afrenta del frío,
en la oquedad de un expreso destino Alemania,
un tren que a medida que troncha violetas dispone
en cajita de plata
un corazón común despojado en la niebla
con despensa infinita de amor en sí mismo.
Siempre está nutrido el amor con la fe.
Buscan locos al padre con la luz de sus ojos
y, una vez hallado, en el tren de regreso,
le dirán rebosantes de penuria y caricia:
“Señor pobre y viajero, aceptad nuestra gracia
de vos siempre manada, que por vos centuplique;
compartamos el hambre de sentirnos dichosos
a tientas
—lo claro es a veces lo eterno en un vaso—,
medidos por la venda de blanca tiniebla”.