NIEBLA
A VECES, la niebla te protege del calor del sol
envolviendo húmedamente tu cuerpo
o de la visión nítida y clara que no puedes aún aceptar
difuminando en grises lo que te asusta.
A VECES, la niebla va calando de fuera hacia adentro
refrescando la temperatura de la piel, primero,
para ir penetrando, despacio, hacia el alma.
Es niebla lenta, de poco a poco, que viene del mar
y trae el vaivén de las olas, la espuma, la maresía,
el graznido de las gaviotas y la calma, mucha calma,
si aceptas su caricia y el ritmo de sus planes.
A VECES, es en el interior donde surge la niebla,
cala los huesos, también el corazón, tiemblas de frío
y, por más que te frotes los ojos, no ves nada.
Es un manto espeso, gris oscuro, sin horizonte,
niebla densa que no levanta en unos días
o en unas semanas, ya que se aloja entre las ideas
e inventan mundos de sufrimiento
porque se creen ellas mismas sus torpes historias de miedo.
A VECES, esa niebla se disipa con un viento suave,
un viento que huele a confianza. Nace en la montaña.
Es un viento limpio que trae aromas de maderas y flores,
susurra experiencias de altura, de amplios horizontes,
de presencia, de raíces hondas y ríos subterráneos
que nos vinculan en los adentros.
Sopla desde las profundidades y empuja la niebla,
la hace descender o la levanta para que veamos,
desde la altura o a ras de suelo,
esa masa de nubes tan hermosa y sepamos,
sin ninguna duda, que detrás de su espesura siempre
está, aunque A VECES no la veamos,
la inmensidad de la vida.