I
Quizá no pueda en un tiempo
olvidarme de la voz
del mar.
De su arena, tranquila y fina,
donde los aromas se desplazan
y circundan unos sentidos
que tenemos dormidos.
Hay palabras nacidas de las olas,
de la mirada eterna hacia un punto
infinito, hacía el linde de un
horizonte cautivo.
Sin volver atrás, pensamos en una
tranquilidad pausada, distante.
Celebramos el sonido del agua
igual que la campana replica en
la noche, sin importarle si alguien
duerme el más hermoso
de sus sueños.
Hay, en esta playa, alma, una
quietud diferente, solo alterada
por la música sencilla de los
cañaverales.
Esperamos, ansiosos, el desembarco
de una nueva botella, con su mensaje
olvidado, buscando la historia de ese
alguien que, aunque no conocemos,
ya forma parte de nosotros, de nuestra
vida.
II
Ya solo nos queda la luz de este
poema para volver a reconocernos.
Han pasado tantos días y tantas
noches.
El árbol ha brotado de una tierra
roja y profunda, raíz imperecedera de una
vida que será larga y próspera.
El otoño, distraído en mis hojas amarillas,
ha intercedido por los dos y ha vuelto
a colocarnos en el mismo camino de
partida, en la misma encrucijada, donde
nos dimos el último beso. Allí, nos dijimos
un adiós quizá prematuro.
Pero hemos vuelto a encontrarnos, para saber
vertebrar un amor que pensamos que era
invertebrado. Sin emoción, solo con algo
de pureza, aunque siempre de verdad.
Y esa verdad, tan alta como la luz
del cielo, ha propiciado esta unión
que ya pensábamos que no iba a producirse.
¿Acaso no hay algo más bonito, más hermoso
que el crepúsculo de los enamorados?
El comienzo de una nueva mañana, de una
aurora repartida por los brazos celestes.
por las nubes sonoras que siempre
vuelven a nuestra montaña.
A mi lado, cuando tu mirada golpea
mi rostro, fuerte, igual que la luz
hiere a la mañana, qué feliz soy, oh amor
mío.
IV
No dejaré de mirarte mientras
exista el sol.
Buscaré en silencio la voz
con la que me llamas, como un
espectro distraído, desde ese plácido
rincón donde te espío.
Llegaré tan pronto como el
otoño me lo permita, dejándome
apadrinar por la melancolía de esas
hojas amarillas arrastradas por el
viento de la vida.
Y entonces miraremos desde nuestro
balcón la mar tranquila, nadie la amenaza
ya en la orilla.
Y volveremos sin prisa, otra vez,
sin saber por qué, a esa playa tuya, ahí
la luz brilla altiva y compite sonrojada
con el azul de tu mirada que se escapa
por el cielo.
VII
Es ligero y auténtico el rubor
de un mar que azorado te
mira.
La playa, diamante convertido en
arena, zozobra sin complejos a
la deriva de una brisa firme, sin
hostilidad.
Existe algo en tu mente que te invita a
nadar entre las olas, a cubrirte con esa
mar, tuya, y a la que solo tú puedes
entrar.
Mientras, en la orilla, yo te espero,
en una ausencia sonámbula.
Y sin demora, te derrumbas y caes
lenta en el espejo mágico de la
orilla. Desnuda, sin más pudor, solo
el tuyo propio.
Y me arrastras hasta un fondo invisible.
Y pierdo la conciencia.
XV
Tengo miedo a que no haya algo después de mí.
Pero sobre todo tengo miedo a que no existas después de mí.
Al no verte cuando cruces a eso que llaman el otro lado.
Tengo miedo a ser Manuel, mártir, a no rezarte, Dios mío.
Aunque más miedo tengo a que alguien algún día me robe tus
abrazos.
XVII
Hoy he vuelto a llorar como antes.
Me he asomado a la ventana y los pozos ya no son de arena.
La voz de la fuente discurre apacible entre las veredas verdes
de la plaza.
Han matado al verano, sin tiempo a claudicar.
La tierra ha olvidado su sed.
Y tú atrapada en un sueño invisible,
en la quietud dorada de la tarde, asumes la llegada de la víspera
del frío y de la sangre.
Desnuda, sin ánimo de despertarte, piel tuya, escarcha que te
cubre; y a veces arde.
XLIX
Deja descansar ese pecho tuyo
por un instante.
Arroja esa joven boca a la hechura
tierna de tu vientre.
No demores más tu suspiro y reposa
esos ojos de vida que no paran de
llamarte: sé fuerte y deja un momento
de pronunciar su nombre.
Deja que el incienso de tu recuerdos
navegue plácido por el mar de la noche
y sé capaz de replegar las velas de su llanto.
Pero no dudes y recorre el espacio
que te reclama.
Déjame ver esa carne, esa que a mí también
me pertenece.
Son muchas noches ya sin sentir
tu aliento: deja libre ese pecho solo
por un instante.