Al Cristo de las Misericordias

¿Quién imaginó tu rostro, escarchada
la noche? ¿Quién supo de tu tristeza
dormida frágil como la belleza
de la rosa roja ya derrotada?
¿Quién imaginó tu misericordia?
¿Acaso no sería el pincel animado
de ese que suspira ya abandonado
en el duelo de su propia historia?
¿Quién adivinó tu santísima Cruz
para no ser humillado y clavado,
cuando lo oscuro ya se convierte en luz?
Fue un artista, el de la más blanca alma,
ese que ahora te acuna en el lienzo,
ese que siempre con sus manos te habla.

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Al Cristo de la Clemencia

A mirada antigua la tarde se torna.
Un raudal viejo el ocaso triste mira.
María de Magdala llora y suspira.
Pide clemencia, sus ojos entorna.
¡Nadie sale al rescate de este Cristo
Gitano! Sangre llora su costado.
La negra noche lo ha atravesado.
¡Injuriado su pena no resisto!
Y la tierra se agrieta conmovida.
El hijo de Dios, exclama sin ira.
Y en las veredas jaeneras, la vida
otorga. Y cuando la aurora muere
en la escarcha severa de la fuente.
La voz de mi Cristo, el gris cielo hiere.

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Al Cristo de la Humildad y Silencio

Y de tu silencio eres reo y esclavo.
Te llaman Cristo de la Humildad.
Tu virtud, el verbo, nuestra verdad.
Si pudiera de tu Cruz te desclavo.
Es difícil soportar tu tormento.
Y ver como la noche negra llega.
Madrugada, tiniebla, de centella.
Y la oscuridad oculta tu lamento.
Cristo y Rey de la noche más jaenciana.
Alma errante que la luna ilumina.
Luz tan hermosa que abre la ventana
de mi corazón. Para romper siempre
las cadenas del hermano que en muda
oración suspira sin alzar la voz.

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Al Cristo de la Buena Muerte

Y ya asomas por el umbral, sin prisa.
Puerta que perdona, la más divina.
Hiere tu semblante una luz muy fina.
Ligero te balancean, como brisa.
La tarde silencia su último tramo
de vida. Ocaso en un cielo estrellado.
La buena muerte te ha liberado.
Dulce expiras como la rosa que amo.
Una lágrima, muy tierna, resbala
por una mejilla. Llanto de amor
de una plaza que es gran antesala
de ese monte, calvario, de mi Cristo
crucificado. Y una bella Catedral
jaenera es la fe por la que resisto.

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Al Cristo de la Veracruz (I)

Tu epitafio fue un trueno muy brillante.
Mi Cristo a quién San Ildefonso reza.
Fe de ese viejo arrabal, entereza
de un pueblo que ama su dulce semblante.
En su primitiva Cruz elevado.
Madera antigua, noble, de un olivo
Jerosolimitano. Tronco vivo.
Ahí, Jesús, fuiste injuriado.
¡Oh Cristo de la Vera-Cruz amado
por la luna que el Jueves Santo brilla!
Nadie olvida tu cuerpo lacerado.
Y tu Santa Madre tierna te mira
desde una capilla aura, muy divina.
¡Y en la Vera Cruz, Jesús, expiras!

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Al Cristo de la Expiración (I)

Tus pies son la tierra y el cielo, clavados.
Pies desnudos, muy fríos, descalzos. Sangre
derramada, redentora. Palangre
parecen, cordel al madero, atados.
Y una luna blanca en la noche tan oscura
los alumbra. En ellos se diviniza
el agua. Rubor que ya hipnotiza
las miradas. Agua bendita, pura.
Pies donde se clavan, humillan nuestros
pecados. ¡Falanges! Las culpas espían.
En ellos las promesas de los ancestros
nuestros cumplimos. Dos claveles rosas
son tus pies, muy lacerados. Mi Cristo
el de la Expiración más hermosa.

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A Jesús de los Descalzos (I)

Noche negra. Damianesca. Sin luz.
Aceras corruptas de una fe ya antigua.
La vela llora, su llama es exigua.
Un Nazareno es preso del contraluz.
Le apremian a salir de madrugada
mientras el clavel sueña en las esquinas.
Lluvia tensa, aguacero de inquinas.
La campana avisa, no hay coartada…. Ya es tarde, el madero aprieta. Cirene
calla, en mala hora dio su mano, piensa.
Jesús con la Cruz a cuestas ya viene.
Y la muchedumbre no se detiene.
Y Jesús sus manos otra vez tensa.
Y la Cruz es sombra que siempre duele.

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