JUAN ARGELINA
Hay vidas que parecen escritas para demostrar que la coherencia ética no es un lujo de juventud, sino una construcción obstinada que atraviesa décadas. La de Juan Ángel Argelina Díaz, nacido en Madrid en 1960, pertenece a esa estirpe infrecuente: la de quienes mantienen intacta la capacidad de indignación ante la injusticia sin importar el paso del tiempo ni la fatiga acumulada.
Cuando otros niños de su generación crecían bajo el silencio pactado de la Transición española, Argelina desarrolló una sensibilidad particular para escuchar lo que no se decía, para ver a quienes preferían permanecer invisibles. Quizá por eso eligió la Historia Antigua como campo académico, doctorándose en la Universidad Complutense de Madrid: porque el pasado remoto es, muchas veces, espejo más honesto del presente que el periodismo contemporáneo. Como arqueólogo, aprendió que bajo cada capa de tierra hay historias enterradas esperando ser desenterradas. Como historiador, entendió que los vencidos también tienen derecho a narrar su versión de los hechos.
Pero Argelina nunca fue historiador de archivo exclusivamente. En los años noventa, cuando España apenas comenzaba a pronunciar sin rubor la palabra “homosexual”, él formó parte del colectivo Radical Gai, ese grupo que introdujo la teoría queer en un país todavía más acostumbrado a esconder que a visibilizar. No fue activista de salón: fue cuerpo presente en manifestaciones, voz incómoda en debates, pensamiento que articulaba razones cuando otros apenas se atrevían a expresar deseos. Esa militancia cristalizó décadas después en Voces transgresoras. Una memoria queer de la cultura insumisa (Bohodón, 2022), obra que rescata del olvido a creadores LGTBI que la historia oficial prefirió silenciar.
Entre 1998 y 2008, mientras ejercía como profesor de Historia en institutos madrileños, Argelina colaboró con proyectos educativos en Burkina Faso a través de la compañía Neré. Allí, en uno de los países más pobres del planeta, confirmó lo que ya sabía desde España: que la educación no es herramienta neutra, sino instrumento político que puede liberar o domesticar. Enseñar historia en Burkina Faso, lejos de las bibliotecas europeas, le mostró que el conocimiento del pasado solo tiene sentido si ilumina las injusticias del presente.
Fue también en esos años de viajes cuando conoció Beirut, cuando convivió con refugiados palestinos, cuando escuchó relatos que los noticiarios reducen a “conflicto complejo de larga data”. Lo que para corresponsales occidentales era contexto geopolítico, para Argelina era rostro concreto, nombre propio, familia desplazada, niño que nunca conoció otra vida que no fuera el campamento. Esa experiencia directa, no mediada por pantallas, plantó la semilla de lo que años después sería Job en Gaza (Editorial Poesía eres tú, 2025), su primer poemario.
Y aquí viene el giro inesperado: este hombre formado en ciencias sociales, acostumbrado al rigor del dato histórico verificable, eligió la poesía para testimoniar el horror de Gaza. No el ensayo político, no el artículo académico, no la crónica periodística. La poesía. Porque descubrió que hay realidades cuya brutalidad excede la capacidad descriptiva de la prosa analítica, que hay dolores que solo el verso puede nombrar sin reducir.
Job en Gaza no es ejercicio estético de intelectual que coquetea con lo social. Es obra de alguien que vivió demasiado cerca del sufrimiento ajeno como para permitirse el lujo de la equidistancia. Argelina toma el mito bíblico más antiguo sobre el sufrimiento del inocente —la historia de Job— y lo transporta a las calles bombardeadas de Gaza, construyendo alegoría que conecta tradición judeocristiana con tragedia contemporánea. El resultado incomoda porque obliga a elegir: o miras o cierras el libro, pero no puedes quedarte en posición cómoda del “ambos lados tienen razón”.
Jubilado desde 2020, Argelina mantiene actividad intelectual intensa: escribe regularmente para Izquierda Diario, gestiona el blog literario “Howl” (jackerouack.blogspot.com), participa en debates culturales. En 2022 ganó el primer premio de microensayo histórico de la revista Desperta Ferro, demostrando que puede condensar pensamiento complejo en formato breve sin sacrificar profundidad. En 2024 obtuvo el segundo premio en el XVI Certamen de Fotografía Renfe Cercanías de Madrid, revelando que su mirada no se limita a palabras: también captura imágenes.
Su trabajo creativo forma parte del Archivo Queer del Museo Nacional de Arte Reina Sofía, reconocimiento institucional a trayectoria que nunca buscó institucionalidad. Porque Argelina pertenece a esa generación de activistas para quienes el reconocimiento oficial llega tarde, cuando ellos ya han hecho el trabajo sucio de abrir caminos que otros transitarán cómodamente.
Físicamente discreto, intelectualmente combativo, emocionalmente íntegro: así podríamos describir a este madrileño de 65 años que nunca renunció a la capacidad de asombro ante la injusticia. Hay escritores que envejecen hacia el cinismo, la acomodación o el silencio prudente. Argelina envejeció hacia la radicalización ética: mientras más conoce la historia humana, menos dispuesto está a tolerar repeticiones de viejas barbaries con nuevas excusas.
Su obra —tanto ensayística como poética— comparte obsesión central: dar voz a quienes el poder preferiría que permanecieran mudos. Homosexuales silenciados por moral dominante, palestinos invisibilizados por geopolítica occidental, marginados de toda época y geografía. No es casualidad que elija siempre los temas más incómodos, los que obligan a lectores a confrontar privilegios y complicidades. Porque para Argelina, escribir no es decorar el mundo sino sacudirlo, no es entretener sino interpelar.
“Recordar es resistir”, escribe en Job en Gaza. Y él mismo es prueba viviente de esa convicción: su memoria no es nostálgica ni melancólica, es activa y acusatoria. Recuerda para que no olvidemos, para que no repitamos, para que no nos acostumbremos. En época donde desmemoria es estrategia política deliberada, esta insistencia en mantener vivo el pasado resulta acto de resistencia cultural.
Conversar con Argelina —dicen quienes lo conocen— es experiencia intensa: no hace concesiones retóricas, no suaviza diagnósticos incómodos, no busca agradar. Pero tampoco es dogmático cerrado: pregunta, escucha, reformula cuando encuentra argumentos sólidos. Su radicalismo es ético, no ideológico; su compromiso es con víctimas concretas, no con abstracciones programáticas.
Ahora, con Job en Gaza recién publicado, Argelina entra en territorio nuevo: el de poeta. Terreno más vulnerable que el del ensayista académico, porque la poesía expone no solo ideas sino emociones, no solo argumentos sino sensibilidad. Y sin embargo, coherente con toda su trayectoria, eligió no escribir versos intimistas sobre contemplación del yo, sino poesía pública que habla del dolor ajeno convertido en responsabilidad propia.
Juan Argelina no es personaje cómodo para retratar porque se resiste a etiquetas simples. No es poeta que se refugia en torre de marfil, ni activista que desprecia complejidad literaria, ni historiador que ignora presente. Es las tres cosas simultáneamente, y esa simultaneidad resulta incómoda para quienes prefieren compartimentos estancos. Pero justamente esa incomodidad es su mayor aportación: demuestra que compromiso ético y rigor intelectual no son contradictorios, que poesía y política pueden convivir sin que ninguna anule a la otra, que la edad no tiene por qué traer resignación.
Cuando le preguntaron por qué a los 65 años publica su primer poemario, respondió con frase que resume su carácter: “Porque hay cosas que no pueden esperar, y Gaza no puede esperar”. Así es Argelina: impaciente ante injusticia, urgente ante sufrimiento, intolerante ante indiferencia. Y en mundo saturado de prudencias calculadas y silencios cómplices, esa impaciencia ética es exactamente lo que necesitamos.
JUAN ARGELINA . Escritor, poeta. Compartir en X








