I.
En la mesa unos dados callados
acechan la ruina inevitable del azar.
Añoranza del mundo antiguo, aquel
en el que hasta las piedras aspiraban a la libertad.
Tristeza extensa, pétrea, ya infinita,
que nos mecerá hasta que la última sombra
penetre en el cuerpo mudo y abatido.
Sin remedio, sentenciado
sin posibilidad de recurso alguno,
crecen las argollas alrededor del cuello
como débiles amapolas
en una primavera vestida de gris y de negro.
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El río llevaba siglos bajando,
a veces lento, otras veces excitado.
La corriente causaba cosechas y destrozos
dependiendo de su humor,
pero todos conocíamos su cauce,
e incluso los posibles desvaríos de su cauce.
Ahora no.
Ahora la música la ponen otros.
El gobierno del río ha sido depuesto.
Nadie sabe quién está detrás del suceso,
nadie conoce lo que las sombras esconden.
Tan sólo se percibe el hedor insoportable
de las heridas abiertas,
y ese dulzor febril de la gangrena.
Hace mucho tiempo que los brujos castores
comenzaron a fraguar su malévolo plan.
Las represas no pretendían tan sólo
almacenar el poder y la riqueza.
Deponer a Dios no era más que una consecuencia
de todo lo que habían aprendido.
La ciencia de la Historia les había enseñado que el Mal es lo mejor.
Así, el Castor Mayor se había recriminado,
en un silencio prístino
sólo escuchado por él mismo:
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Ay, contempla las ruinas polvorientas de Palmira,
el palacio de Cnosos bajo la tierra árida de Creta,
el templo funerario de Hatshepsut en Deir el Bahari,
hueco, estéril, violado y escupido,
las tres columnas en pie del templo de Cástor y Pólux en Roma
esperando el próximo y definitivo temblor de tierra.
Mira la devastación que de la mano del tiempo
causan las ratas humanas a lo largo de la Historia.
El tesoro de Trajano que no llegó a sus descendientes.
¡Es más, no quedan descendientes!
¡No queda tesoro, ni poder, ni legado de sangre alguno!
¿Qué poder fue aquel que no alcanzó a atravesar
las aguas turbias de los años?
¿Qué riqueza es aquella que puede disolverse
según el capricho de las guerras?
¿Puede un hombre de poder jugarse a los dados el destino de
[su estirpe?
¿Debe aceptar que el futuro venga plagado de revueltas,
de pugnas de religión,
masacres en torno a los muchos becerros de oro,
disputas para repartirse los huesos de su herencia?
El verdadero poder es aquel que se perpetúa en el tiempo.
El futuro debiera ser una pieza más de mi personal riqueza.
Entre Dios y yo no tiene que haber ninguna diferencia,
entre otras cosas porque Él también,
a su pesar incluso,
debe formar parte de mi hacienda.
A Él no lo inventé yo, lo reconozco,
pero lo he comprado ya en tantas ocasiones…
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Con el giro orbital del mundo detenido,
como si todo el planeta al unísono
hubiera contenido la respiración
durante las varias noches que duraba el día,
una súbita tristeza se extendió por doquier.
Eso fue sólo al principio,
cuando todavía la perspectiva no existía,
cuando todo el encuadre parecía plano,
como siempre,
e inocente y sometido al juego de los dados.
¡Pero no, esta vez no era así!
La meditación del Castor había fructificado en una gran cosecha.
No hay mejor abono de la tierra que el Mal,
porque la sangre es el fluido que arrastra todo lo culpable.
Y la culpabilidad es el mejor nutriente de la tierra
que cultivan los hombres.
Con sangre el futuro crece como una fronda.
Con sangre la tierra se desentumece en un feliz baile
que manifiesta su ofrenda a lo que viene de la oscuridad.
Con sangre todo adopta ese tono sanguinario
que tanto enaltece la sangre de los hombres.
La tristeza, sin embargo, era huérfana.
No había sido engendrada por la previsión del Castor.
Tan sólo, abierta la mano, había dejado escapar las leyes,
y el río siguió bajando por su cauce, sin reparos.
“¡No hay futuro!” gritaban las bandas de punk rock,
pero lo hacían desde una secreta desesperación
que ni ellas mismas reconocían.
Hijos de los hijos de los campos de concentración,
lo único que les pertenecía era el pasado.
Aun así, la memoria no alcanzaba ni a las trincheras
de la Primera Gran Guerra,
y sus almas se debatían entre los colmillos de las hienas.
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